·· por Mª Ángeles Cremades Canciller ··
Artículo publicado en Cuadernos de psicomotricidad, ISSN 1576-6829, Nº. 52, 2016, págs. 7-12 Idioma: español
Me propongo en este artículo hablar de la construcción de la representación de sí mismo y el acceso a la identidad en relación con la terapia psicomotriz. Yo quisiera abordar el tema desde la perspectiva del niño porque el cuerpo del niño es el niño. Pensar el cuerpo del niño en la terapia es pensar al niño en su expresión más plena, más digna y más respetuosa hacia ese ser humano en crecimiento que por el hecho de serlo, es decir de estar en crecimiento y por lo tanto “inacabado”, no siempre se ve respetado como ser humano, precisamente en su cuerpo.
Los psicomotricistas somos expertos en la lectura de los índices corporales a través de los cuales podemos seguir de manera bastante fiable el “normal” desarrollo psicomotor de un niño o un proceso madurativo satisfactorio. Pero desde la Práctica Psicomotriz Aucouturier somos capaces de ir más allá y entender los aspectos dinámicos que se esconden en la manera específica que tiene cada niño concreto de decirse y manifestarse a través de su expresividad motriz; es decir no solo estamos atentos al qué hace, sino al cómo hace y en el “cómo” vislumbramos el “por qué”, un porqué que siempre va a encontrar sus raíces en una historia de relación. Pero también somos capaces de encontrar sentido al “para qué”, una finalidad que tiene que ver con procesos defensivos, o por el contrario de reaseguración, del malestar y de la angustia.
La manera cómo el ser humano va haciéndose persona es indisociable del proceso de ir “haciéndose” la representación de su cuerpo, representación que en sí misma incorpora esa relación humanizante, incluye a ese otro, que le está permitiendo madurar. El cuerpo por tanto es el primer lugar de simbolización de esa historia de relación que permite al niño ir estructurando su psiquismo. Las huellas que el contacto a través del sostén, la contención y la envoltura han ido dejando en el niño, vamos a rastrearlas en su tono, sus apoyos, su eje, su equilibrio, su mirada, su envoltura, su apertura al entorno, su sonrisa, su ritmo, su curiosidad y su deseo de acción.
Pero esta relación, que hunde sus raíces en las etapas de no diferenciación entre el niño y la madre, se va entretejiendo a partir de fuerzas contradictorias que acercan y alejan, que generan fantasmas de apego y de dominio, y acaban conformando una historia de apego y separación necesaria para que el niño acceda a su propia identidad. La historia de todo ser humano es la historia de una relación, de un vínculo que tiene que ser representado, simbolizado, para poder acceder a una separación segura, sin que se rompa el vínculo. Y esta historia también nos la cuenta el niño si estamos atentos. La manera que tiene de canalizar sus impulsos, de expresar sus emociones, la energía vital, el placer o el displacer con que carga sus acciones, sus posturas y su gestualidad, son manifestaciones espontáneas de una gran riqueza que nos hablan de la facilidad o dificultad con que el niño está resolviendo esta disyuntiva vital para su crecimiento.
¿Qué elementos de la expresividad motriz del niño nos interesa retener para poder “leer” mejor lo que nos dice de sí mismo y poder, en la medida de lo posible, hacer hipótesis sobre su historia y eventualmente objetivar su evolución a lo largo de la Ayuda? Bernard Aucouturier en su libro “Los fantasmas de acción y la Práctica Psicomotriz”, nos habla de tres aspectos concretos que hay que observar en el niño/a:
– Las relaciones y su evolución: a través de los parámetros psicomotores y más concretamente aquellos parámetros que hacen referencia a su cuerpo, como los apoyos, el eje, el equilibrio, la coordinación, posturas…
– Las manifestaciones de angustia y su evolución: fijaciones, repeticiones, rechazos, inhibición, miedos, transgresiones, defensas excesivas (lenguaje), exceso de movimiento…
– Las posibilidades de reaseguración: es decir la capacidad para jugar, simbolizar, representarse, hablar, comunicar, el placer…
A partir de estos índices observados y analizados, la Práctica Psicomotriz Aucouturier nos permite entender el funcionamiento psicológico del niño en base a una comprensión psicodinámica de su expresividad motriz que nos da las claves para hacer hipótesis sobre su biografía, para entender el anclaje de su angustia o el origen de su malestar, en el que encontramos sin duda el origen de sus dificultades del presente, a la vez que nos permite entender los aspectos dinámicos y relacionales del aquí y ahora del niño. Es decir la
observación atenta e interactiva con el niño nos permite una visión en vertical, sobre su historia, y en horizontal sobre quien es el niño a día de hoy, cómo funciona o disfunciona, sus fijaciones, bloqueos o lastres pero también, y esto es importante, cuáles son sus recursos y sus potencialidades.
Esta mirada original sobre la maduración infantil abre una óptica diferente a la hora de abordar las dificultades y las patologías de los niños pues pone el acento en lo que el niño es, en lo que el niño tiene, en lo que el niño puede, en la dinámica que sostiene sus relaciones, no en sus carencias o en su síntoma, y esto hoy en día no está a la moda. El cuerpo no engaña y si podemos abordar la lectura de la expresividad motriz con la mirada limpia y las “gafas” adecuadas para ello, los niños son un libro abierto que se ofrece ante nuestra mirada para que conozcamos quien es él de verdad. Esa es nuestra competencia específica y los niños de hoy en día están especialmente necesitados de nuestra mirada.
¿Qué aporta la terapia Psicomotriz para favorecer la maduración de los niños/as? ¿Cuál es la originalidad de esta terapia? ¿Qué hace de ella una vía privilegiada para aliviar sufrimiento infantil? ¿Qué hace de esta terapia un lugar de deseo tanto para los niños como para los terapeutas?
Jorge Barudy, psiquiatra chileno afincado en Bélgica especialista en el tema de la resiliencia, califica la terapia psicomotriz de subversiva, un instrumento excepcional, entre otras cosas, porque es reparadora del aislamiento, de la soledad que la sociedad actual produce, y si hay algo que podemos afirmar sin ningún género de dudas, es que los niños que vienen a terapia están inmersos en una profunda soledad. La afirmación de Barudy nos pone en la pista del primer gran valor de esta terapia, que es el encuentro, un encuentro entre dos seres humanos, niño y terapeuta, que se realiza desde lo más genuino y auténtico de cada uno que es el cuerpo, las sensaciones y las emociones. Un encuentro que se produce en una semejanza de condiciones poco común, descalzos, en ropa cómoda, de pie, o tumbados, sin formalismos ni condición alguna que “proteja” al terapeuta o al niño, de lo que se va a mover allí a nivel tónico emocional, pero garantizado por un encuadre segurizante y contenedor para ambos, que favorece la emergencia intensa de resonancias tónico emocionales reciprocas. Y una vez producido el encuentro todo es posible. Porque es el encuentro en sí mismo lo que permite al niño expresar quien es, expresar su sufrimiento, expresar su historia, pero también actuar, moverse, emocionarse, en definitiva construirse un sentimiento de sí desarrollando procesos de acción y de reaseguración. Pero siendo importante esta comprensión de la problemática infantil no es la comprensión teórica lo que hace cambiar al niño en la terapia, sino lo que se vive en la Sala de Práctica Psicomotriz. El cambio del niño viene de la mano de las pequeñas o grandes movilizaciones tónico-emocionales que se producen a lo largo de una sesión a través de los juegos de todo tipo compartidos en la relación terapéutica. Hay algo que tenemos que tomar siempre en consideración, que la angustia forma parte de la vida de los niños como motor y como riesgo. Como motor porque una dosis necesaria de angustia permite el crecimiento y el desarrollo de mecanismos de reaseguración que le procuran sosiego en ausencia de la figura de apego. Como riesgo porque si se instala puede bloquear los procesos de creación de engramas de acción necesarios para el buen desarrollo del niño. El niño se nutre a partes iguales de la relación y de su propia acción; la relación con el entorno maternante le permite ir creándose las representaciones inconscientes que llamamos fantasmas de acción que van a ser el motor de su actividad. La acción va abriendo cada vez más sus posibilidades motoras, cognitivas, simbólicas, sociales y hasta narcisistas pero esencialmente produce en él unas transformaciones internas y externas que le hacen sentirse a sí mismo.
La maduración de un niño tiene por tanto como base la acción, el placer y la relación, tres componentes indisociables para que el niño pueda cimentar su psiquismo pero para ello necesita a ese otro unificado que le proporcione la contención y envoltura necesarias que faciliten sus transformaciones. Y esto es exactamente lo que el niño encuentra en la Sala de psicomotricidad: acción, placer y relación.
Hay que pensar que los niños que vienen a terapia son niños cuya dosis de angustia ha sido mayor de lo asumible y por tanto no han conseguido una suficiente unificación de su cuerpo, o ésta es tan frágil y su piel psíquica tiene unos contornos tan vulnerables, que la contaminación entre el mundo interno y externo es permanente y perturbadora, explicándonos muchos de los comportamientos excesivos o limitados por los que el niño viene a consulta.
El niño en la sala encuentra la posibilidad de vivir su propia acción, de crear, vivir, encontrar y reencontrar sus propias sensaciones en una relación y como bien sabemos, el placer de la acción compartida transforma.
Cada vez que un niño corre, o juega un pilla-pilla, con toda la movilización emocional que conlleva, está jugando fantasmas persecutorios si, pero sobre todo está sintiendo sus apoyos, está sintiendo el dominio de su cuerpo y el espacio, está viviendo el placer de alejarse pero también el de dejarse atrapar y sentirse recogido y contenido que le recompone de la angustia de alejarse y esto lo vive en su cuerpo. Cada vez que un niño juega con el equilibrio está viviéndose a sí mismo de manera diferente, dominando su cuerpo jugando a perder ese dominio para poderlo recuperar. Cada vez que un niño empuja la torre de cojines está produciendo una movilización tónica en todo su cuerpo que le unifica a través de la fuerza que saca al empujar, simbólicamente está echando fuera, sacando todo lo que le sobra y lanzándolo sobre esa torre o ese adulto que simboliza todo aquello que le exige, le controla o le impide ser él mismo, y todo esto lo vive en su cuerpo, en su emoción, en sus sensaciones compartidas. A lo largo de una sesión de terapia se dan un sinfín de situaciones de este tipo que el niño vive en la plenitud de una relación que le entiende y le respeta, en una sala que es atractiva y estable, pero transformable, y esta vivencia de sí mismo en acción es lo que va produciendo ese cambio tónico emocional profundo que pone de manifiesto que el niño va transformando la angustia y el sufrimiento en bienestar.
Es el conjunto de las sensaciones vividas a lo largo de las sesiones las que van cambiando la percepción que el niño tiene de sí mismo, y en la medida que cambia la percepción de sí mismo porque se siente unificado, sólido, capaz, y por lo tanto en mayor seguridad, cambia también la percepción de la realidad y del entorno, teniendo como consecuencia un comportamiento más adaptado. Llegados a este punto no puedo por menos que evocar dos de los conceptos esenciales de la Terapia Psicomotriz Aucouturier que afectan directamente el cuerpo del niño y que sin duda son la seña de identidad de nuestra terapia y estos son: la estrategia de rodeo y los juegos de reaseguración profunda.
Bernard Aucouturier ha sido el primer y único autor en extraer principios de actuación terapéuticos de teorías enunciadas fundamentalmente por los autores postkleinianos y muy particularmente Winnicott, creando una Práctica original que constituye su auténtica aportación al campo de la Psicología radicando en ello la originalidad de la propia Práctica Psicomotriz. Winnicott habló de las angustias impensables que invadían al bebé por el hecho de su inmadurez neurológica, que solo eran calmadas por una madre suficientemente buena a través un buen holding y un buen handling, acciones estas que, en su repetición, iban dejando las huellas en el bebé que posteriormente iban a posibilitar los primeros esbozos de representaciones inconscientes. Bernard Aucouturier extrajo consecuencias terapéuticas de estas acciones, de estas manipulaciones del cuerpo en el espacio, de estas sensaciones vividas en relación, de estas vivencias corporales de fuerte movilización tónica, y los llamó juegos de reaseguración profunda, que pueden ser activos o pasivos, pero que siempre llevan a encontrar en uno mismo el objeto interno que da seguridad y por lo tanto a superar las eventuales angustias que puedan invadir en mayor o menor grado al niño.
La estrategia de rodeo iría también en esta línea pues tiene como objetivo que el niño se reencuentre con las sensaciones más arcaicas que constituyen los cimientos de sus representaciones inconscientes, con el fin de que el niño pueda construir o reconstruir la unión entre lo somático y lo psíquico que está en la base de la representación de sí mismo, y a partir de ahí instaurar o restaurar la función simbólica. La estategia de rodeo y los juegos de reaseguración profunda son por tanto las dos caras de la misma moneda, pues es a través de estos juegos, inducidos por el terapeuta o jugados espontáneamente, como el niño “rodea” o “pasea” por las sensaciones de la etapa arcaica apuntalando las bases de la representación de sí mismo. Dicho de otra manera, toda esta movilización corporal vivida en la sesión tiene como finalidad la creación de nuevas representaciones internas y por lo tanto producir maduración psicológica, incluso hasta cierto punto maduración neurológica, pues la maduración del lóbulo frontal, tan de moda hoy por su inmadurez en los TDHA, tiene que ver con la vivencia de todo esta gama de sensaciones arcaicas primitivas, en una relación de seguridad. ¿Quién soy yo? Se pregunta el niño, porque en general los niños que vienen a terapia son niños que están perdidos respecto al lugar que ocupan en el mundo, o perdidos en una angustia que le dificulta saber quién es.
La Práctica Psicomotriz ofrece a los niños y las niñas la posibilidad de vivir su cuerpo que es lo mismo que decir que tienen la posibilidad de vivirse a sí mismos, de nutrirse física y psíquicamente a través de su propia acción. Si la primera creación del niño es su propio cuerpo, la Práctica Psicomotriz permite a los niños crearse y recrearse, innovarse y transformarse en un espacio especialmente diseñado para que esto ocurra.
¿Quién soy yo?
Mi cuerpo expresa mi vida,
la llevo a cuestas, va conmigo,
pero no es mía, solo está en mi cuerpo,
alguien la recupera para mí,
en un espacio y un tiempo privilegiados, alguien la va a leer para mí,
la juega conmigo, para que compartiéndola,
yo consiga apropiarme de mi cuerpo, de mi vida
y así, al final pueda llegar a decir…
¡YO SOY!
—
Mary Ángeles Cremades Carceller
Artículo publicado en la revista “Cuadernos de Psicomotricidad”, año 2016, num 52 (pp 7-12).
VOLVER ARRIBA
|
Articulos relacionados
¿Se asegura, o se reasegura?
·· por Eva Torres Belinchón ·· Artículo publicado en la revista Cuadernos de psicomotricidad, Nº. 56 (Junio), 2019, págs. 16-20. Qu...
|
"... y nunca vienen al cuento"
·· por Eva Torres Belinchón ·· Publicado en la revista de las XIII JORNADAS DE PRÁCTICA PSICOMOTRIZ, ¿Niñas y niños difíciles? ...
|
Ayúdame a ponerme de pie. El acceso a la verticalidad como símbolo de maduración: dos casos clínicos
·· por Mª Ángeles Cremades Canciller ·· Artículo publicado en Indivisa: Boletín de ...
|