Marta María Prieto Expósito
Publicado en la revista de las XIII JORNADAS DE PRÁCTICA PSICOMOTRIZ, ¿Niñas y niños difíciles? ¿Pero de qué dificultad estamos hablando? Vitoria, 10, 11 y 12 de noviembre de 2017
La partida
Cuando me siento frente a un tablero, y el contrincante me da jaque, puedo perder la partida. Lo normal es que, entonces, me pare a observar bien las piezas, y a reflexionar con cierta inquietud. Está en juego ganar o perder, por ello, trato de buscar el movimiento, la respuesta más adecuada a su ataque, esa situación que me salve del peligro y no amenace mis posibilidades de ganar.
Ésta es más o menos la situación, por eso he escogido la expresión “en jaque” para titular este artículo. La RAE define “en jaque” como: ““ataque, amenaza, acción que perturba o inquieta a alguien o le impide realizar sus propósitos”.
En la Sala, el jaque lo dan los niños y niñas que me perturban, que me impiden hacer la sesión “como debe ser”, que hacen peligrar mi posición de poder, mi experiencia y mi profesionalidad. A veces comento esta situación con expresiones del tipo “No sé qué hacer”, “Así no puedo trabajar”, “No puedo estar sólo con él, tengo más niños”, “Es agotador”, “La culpa la tienen los padres”, “No comprendo, si yo le quiero mucho, no le regaño, le trato con cariño”, “Me da pena, pero es inaguantable” “No me hace caso nunca”. Pero también me pueden poner en jaque los niños más inhibidos, más encerrados en sí mismos, pues puedo vivir un rechazo ante cualquier intento de comunicación.
Vistas desde la observación exterior, por ejemplo, en una supervisión, estas situaciones a veces se perciben como batallas relacionales entre el niño y el adulto.
El niño que no viene al ritual, el que sólo lanza, el que va al cuerpo del otro, el que no hace caso por más que le digas, el que se queda en un rincón, el que te agarra de la pierna y no deja de llorar, el que muerde… Provoca en mí una reacción. Y si esta reacción sólo viene desde lo que me atraviesa como persona, desde mi inquietud o desde lo que “tiene que ser”, no estaré lo suficientemente descentrada, y no habrá ningún efecto transformador sobre la relación.
Los peligros
El gran error es plantear la situación como una partida que tengo que ganar.
¿Ganar, por qué? Si lo pienso así, pueden suceder dos cosas.
El primer peligro que me acecha es que acentúo mi preocupación por el hecho de perder, y me coloco en una posición depresiva, que podría expresarse de este modo: “Con este niño o grupo en la Sala no puedo trabajar”, “Salgo agotada”, “No sé qué más hacer”, “Esta niña me sabotea todo el grupo”.
El segundo peligro es que se instale en mí el deseo de ganar a toda costa, y se imponga sobre la situación sólo el criterio del psicomotricista. En esta opción, el dominio está sólo en mis manos como adulto, y mi conducta responderá desde la amenaza y la retirada del contacto afectivo (“Te voy a dejar de querer si no haces como yo digo”) y la sujeción a la norma (“Esto no se puede hacer aquí”, “No puedo permitirlo”).
Y, como bien sé, ninguno de estos dos supuestos me hace sentir bien. Es más, hasta me puede llegar a bloquear. Surge entonces la eterna pregunta: ¿Qué tengo que hacer?
No sé si siempre hay respuestas.
Pero la experiencia me indica que la tensión que me produce ese niño o niña no me permite la suficiente disponibilidad psico-afectiva y corporal para establecer una comunicación auténtica que me permita la escucha sin juicio, que es la fuente de la comprensión.
El niño o niña, a su vez, estará tan absorbido como yo por sus tensiones internas, por sus inquietudes, y tampoco estará disponible para mí.
¿No sería mejor dejar de jugar esta partida en la que en el fondo nadie gana?
Con dejar la partida me refiero a dejar el poder a un lado, permitirme no saber qué hacer, no entenderlo todo, y que mi cuerpo y mi actitud se hagan presentes. Esta es la actitud de un psicomotricista que ve más allá del comportamiento, que lee en términos relacionales.
Es evidente que hay niños que me desconciertan y me dejan sin recursos. Para establecer otra relación con ellos, otra mirada, debo reconocer y relajar la tensión que me producen.
La actitud
Trabajar mi actitud, ser consciente de mi respuesta corporal y emocional es un recurso importante de ayuda. Entendiendo con ello que, en mi tecnicidad como psicomotricista ante un niño en dificultad, será en mi sistema de actitud donde podré intervenir (léase reflexionar) para después actuar desde el sistema de acción. Debo preguntarme antes qué me hace sentir este niño a qué hago con este niño.
Puedo hacerlo desde una lectura corporal sobre tres puntos:
Cabeza: pensamientos, comprensión, buscar el sentido de las acciones.
Estómago: sentir emocional que despierta el niño, relacionado siempre con mi propia historia de relación.
Pies: raíces, seguridad y confianza, la que tengo y la que transmito.
Mejorando estos tres indicadores corporales estaré fomentando la actitud de “estar para el otro”, no desde el poder que me confiere poseer el conocimiento, sino desde la disponibilidad, “yo existo para tí confío en tí y te voy sostener en tus dificultades, ahora tú tienes o sientes una fragilidad, pero yo estoy aquí”.
Desde la cabeza, trataré no sólo de pensar qué tengo que hacer y cómo reaccionar, trataré también de mirar, escuchar, hablar y ser espejo del hacer del niño. Detectaré qué mecanismos de reafirmación despliega el pequeño, cómo expresa su malestar. Observaré sin juicio y sin expectativas. Recogeré y devolveré el espejo de su emoción, sea ésta inquietud, rabia, dolor, timidez, desasosiego, ansiedad, miedo o placer momentáneo.
En el estómago hallaré el eco de todo lo que el niño me produce. Será el eco de mis propias dificultades, las cuales en la medida que sean más conocidas por mí, más aceptadas y trabajadas, me permitirán enfocar mejor hacia el niño para comprender su dificultad y buscar caminos de transformación.
Si permanezco ajeno a mi capacidad de transformación, negando mis propias dificultades, no lograré alcanzar el ajuste emocional que necesito para acercarme al niño que tiene problemas.
Si por el contrario soy consciente de que la dificultad puede hacerse presente en la Sala, tendré la opción de construir una relación que no permita que esa dificultad vaya a más.
La confianza en mí misma, en la comprensión hacia la evolución del niño, en el trabajo en Sala, relaja mis defensas y mi necesidad de control. Y eso facilita la disponibilidad corporal y mental de la que vengo hablando, pieza clave para un niño de entre 0 y 3 años que vive toda mi tensión corporal.
En la medida en que siento mis apoyos, mis pies, que voy construyendo con trabajo personal y con teoría sobre el desarrollo, estoy menos preocupada por mí misma. Acepto lo que no sé hacer. Estoy más disponible para el niño. Voy perdiendo el deseo inconsciente de “dominar” al niño. Dejo de proyectar mis propios deseos, sobre todo mi deseo de “dar”. Si sólo quiero aportar yo, cierro mi capacidad de recibir lo que el niño me trae. Y si no recibo, no le puedo comprender y tampoco puedo analizar sus necesidades.
Este podría ser un ejemplo práctico de lo que trato de explicar.
Abel (año y medio)
Abel se incorpora a las sesiones avanzado el curso escolar, dentro de un grupo que lleva tiempo viniendo a la Sala, en el que el cupo ya estaba cubierto.
La psicomotricista le recibe desde la queja, pues cree que el grupo es muy estable y no quiere que ningún elemento cambie. Le supone además tener un niño extra en el grupo.
Pero Abel tiene una situación familiar inestable, unos padres que igual expresan de forma exagerada que tener un hijo es lo mejor que les ha pasado en la vida, como se vienen abajo y se muestran ansiosos y superados por la crianza. Y lo mismo sienten hacia la escuela, pasan de la total confianza en ciertos momentos a la desconfianza y la amenaza con denunciarla.
Dada la polaridad en la que vive el niño, se decide que ingrese en el grupo más estable. La psicomotricista, no sin cierto recelo, tiene que aceptar.
Abel llega sonriente, sin emitir un sonido, dejándose abrazar por el adulto. Éste es uno de los pocos momentos en que Abel está quieto, ya que después su actividad será incesante. Gira sobre sí mismo con los brazos estirados, lanza cosas y emula lanzar puños.
Busca a sus iguales, pero sus intentos de relación fracasan pues su movimiento incansable molesta al resto de los compañeros, que se quejan ante la psicomotricista. Abel trata de experimentar sensaciones sobre sí mismo, pero a la vez busca la cercanía y la aceptación de los otros, aunque con el resto de los niños su único recurso sea lanzarles un puño.
Comprendiendo la dificultad de relación que tiene Abel con sus iguales, la
psicomotricista se sobrepone a su propio malestar y a sus pensamientos (“ya sabía yo que este me la iba a liar, con lo a gusto que estábamos”) y reflexiona. Dada la ambivalencia que vive Abel con sus figuras referentes, que en este momento no tienen capacidad suficiente para darle la seguridad y la continuidad que necesita, es importante ofrecerle cierta estabilidad y comprensión, no sólo recordarle que es norma no pegar cada vez que tiene un encuentro con otro niño.
¿Cómo empezamos a actuar?
Dentro del sistema de acción, se recomiendan todo tipo de movimientos giratorios en vertical y en horizontal, bien sólo o bien acompañado por el adulto. Con ellos se favorece el encuentro de miradas entre adulto y niño, a la vez que se presionan espalda y tórax.
Dentro del sistema actitudinal, la psicomotricista debe estar muy pendiente y acompañar su acercamiento a los otros, acogiendo el malestar del niño que se siente molestado, pero sin juzgar a Abel, y explicando a los demás que éste último necesita tiempo. A esta edad, los niños son aún pequeños para entender toda la palabrería, pero si comprenden nuestra actitud corporal calmada, que pone un poco de seguridad en el conflicto para que éste no vaya a más y se puedan ir dando alternativas de actuación para restablecer la calma.
Tras fracasar en su intento de relacionarse con sus compañeros, Abel siempre regresa a la psicomotricista, agarrándose a ella. Ésta no debe negarle la ayuda pero debe hablarle de su emoción (tristeza, por ejemplo) y del sentimiento de desacuerdo con su acción, de que puede hacer daño a otros niños y de que va a ayudarle a hacerlo de otro modo. Trataremos de que la norma de no hacer daño a los demás no inhiba la relación de Abel con el adulto. Suponemos que la polaridad de la relación que ha vivido Abel hasta ahora no le ha permitido construir una imagen muy segura de sí mismo. De este modo, Abel está seguro que no pierde el apoyo del adulto pero sigue buscando sensaciones corporales que le remitan a su unidad.
La estabilidad del grupo, el sentimiento de grupo consolidado, la autonomía que muestra, permite a la psicomotricista integrar la dificultad de Abel.
Pero, sin lugar a dudas, el primer paso que dio la psicomotricista fue deshacerse de su propio malestar evitando proyectarlo sobre el niño.
El niño en dificultad
La Sala de Psicomotricidad es el lugar donde el niño puede actuar, no es sólo un lugar para el movimiento. Si puede actuar, va a jugar con sus deseos y sus temores.
Los peques están en construcción, en proceso, y van generando unas representaciones a partir de su vivencia corporal-relacional, que alimentarán sus acciones, sea desde el deseo o desde el temor, desde su necesidad de apego o su necesidad de dominio.
En la etapa de 0 a 3 años, el niño responde desde los deseos primarios de apego y dominio. El apego se expresará por una preocupación constante y ansiógena de entrar en el deseo del adulto para ser “querido”. El dominio se manifestará con una actitud de resistencia y oposición sistemática a ese mismo deseo como reivindicación de su identidad.
Si el niño está en dificultad, manifestará en extremo estos dos deseos. La construcción de su unidad corporal será muy frágil y la angustia de separación estará muy presente.
Tendré que estar atenta a sus mecanismos de reaseguración, y proponer un espacio, la Sala, que le permita vivir sus apoyos, sentir y vivir sensaciones. Con ello apunto la importancia de que haya un espacio duro donde pueda saltar, rodar, empujar… sentir su cuerpo y sus apoyos. En ocasiones nos encontramos Salas preparadas para niños de cero a tres años donde predominan colchonetas muy blandas que recogen, envuelven, pero no permiten utilizar los apoyos con seguridad.
En la Sala pueden producirse dos tipos de dificultades: el niño cuya evolución nos preocupa (quién es, dónde está) y el que no permite, o no me permite, la dinámica de la sesión.
Tendemos a ser más empáticos con los primeros, los segundos suelen tocar nuestra agresividad.
¿Cómo y qué actitudes pueden mostrar?
- Que no pare quieto
- Que calle y “agreda” a otro en silencio, cuando no le ven
- Que sólo pueda ir al cuerpo del otro, sin medida, sin límite
- Que sólo pueda lanzar y lanzar
- Que esté replegado sobre sí mismo, tímido
- Que sólo le valga lo del otro pero eso tampoco le satisface (nada le calma, aunque lo busque)
- Que me dejes pero no me sueltes (comportamientos ambivalentes)
- Que agarre eternamente a su objeto sin ninguna disponibilidad para los demás, con una continua mirada triste
- Que le invada la ansiedad, inestable, llorando por cualquier cosa
Hay muchos otros comportamientos del niño que demuestran su dificultad para relacionarse, a través de los cuales el niño expresa como puede su malestar.
¿Qué está ocurriendo?
Dificultad de separación. Primero, porque ésta es la edad en la predomina este tipo de angustia. Segundo, porque el niño tiene dificultad en generar una confianza, continuidad y seguridad en sí mismo. Hay entornos fragilizados que no permiten que el proceso de construcción de uno mismo se lleve a término en buenas condiciones de evolución.
El niño en dificultad no genera seguridad corporal necesaria para pararse, actuar y salir de la repetición monótona.
Rodeamos a los niños de muchas cosas, pero no les damos la seguridad necesaria para que se genere el vacío que luego les permitirá llenarse a sí mismos, reasegurarse.
Les atiborramos de lenguaje, de palabras de amor o no de amor, de imágenes, de comida, de actividades… pero no les damos seguridad y confianza simplemente porque nosotros o no la tenemos o no tenemos tiempo de generarla.
Queremos que el niño se comporte conforme a nuestras expectativas sin que nos impliquemos lo suficiente en el proceso. Y el pequeño necesita de un Otro que le dé seguridad, que le permita sentir sin miedo a romperse, construirse para poder separarse con el equilibrio adecuado entre el apego y el dominio, fuerzas ambas necesarias para crecer.
Miquel
Miquel es el segundo hijo de una pareja humilde. Su hermana tenía 10 años cuando él nació, y los padres reconocen que vino de sorpresa. Ambos trabajaban muchas horas, y el pequeño estaba al cuidado de un abuelo muy mayor, al cual adoraba, y de su hermana de 10 años.
Entró en la escuela con cuatro meses. Era un niño con mucha energía, en continua actividad, muy hábil físicamente. Consiguió hitos motóricos relativamente pronto. A los 10 meses ya caminaba con soltura y era capaz de subirse a los sitios más insospechados.
A los nueve meses comenzó a lanzar todo objeto que se le ponía delante, juguetes, comida… repetía y repetía, y sonreía muy concentrado observando el movimiento del objeto. Comenzó a lanzar también hacia arriba, lo cual era peligroso para él y para sus compañeros.
Parecía sentirse a gusto en la Sala. Apenas se relacionaba, no buscaba a sus iguales, ni era consciente de ellos. Si lanzaba cosas, no medía si había algún compañero. Estaba totalmente concentrado en sus sensaciones, no mostraba ningún interés por el adulto o por sus iguales.
En la sala la psicomotricista empezó a “recibir”, a recoger aquello que Miquel lanzaba, hacía por que sus miradas se encontrasen e intentaba gestualizar sorpresa para captar la atención de Miquel, para tratar de conectar con su mirada. Durante algunas sesiones, él seguía lanzando, sin mostrar respuesta ante el adulto, pero sin rechazarlo. Hasta que la psicomotricista empezó a recoger aquello que el niño lanzaba en una caja. Miguel miraba la caja y miraba al adulto con sorpresa y placer. Eso le hizo animarse a vaciar y llenar la caja, meterse en la caja él mismo. Esto último le permitió desarrollar más acciones. Aparecieron telas y comenzó un juego de cucú-tras con el adulto con el que disfrutaba mucho, invitando a sus iguales a participar también. Miquel reía a carcajadas.
La psicomotricista tenía dificultad con Miquel ya que no era un niño que buscase ni respondiese al adulto. Sólo se concentraba en su acción, y ésta podía ser peligrosa si lo que lanzaba hacía daño. Se ponía nerviosa pues sentía que no podía comunicarse con el niño, éste no le daba un lugar.
Reflexionó sobre el lugar que le podían haber dado a Miquel en su casa. Si por circunstancias Miquel no había podido sentirse, tener una mirada de deseo sobre él, quizás el niño no podía generar un continente psíquico donde irse construyendo, y sólo podía lanzar. No podía retener y alejaba aquello que no le ofrecía la suficiente seguridad.
La mediación a través del objeto y de completar la acción (lanzar-recoger) es lo que le permitió a la psicomotricista transformar primero la acción del niño, y luego la relación con el adulto para poder abrirse a los iguales. El encontrarse con un continente donde sentir los límites, percibir que lo que lanzaba se podía recoger, agrupar, el poder jugar a aparecer y desaparecer, le fue llenando, dando seguridad y le permitió abrirse otras posibilidades de relación.
Desde la reflexión sobre el eco emocional del niño, la psicomotricista pudo encontrar una propuesta que permitiese alguna transformación.
Y desde mi formación, conozco qué contenido pueden tener estas propuestas. Sé que los niños de cero a tres años tienen una unidad corporal por construir y conozco la angustia asociada a la separación, la necesidad de reaseguración profunda a través de la acción.
Para ello, se propongo juegos como:
- Llenar y vaciar
- Aparecer y desaparecer
- Aquellos relacionados con la estimulación laberíntica
- Empujar suelo, necesidad de lo duro
- Favorecer la intencionalidad motriz, el deseo de hacer
- Envoltura corporal, que no tiene que ser solo con el adulto u objetos, también rodar sobre el suelo
- Interior- exterior, dentro- fuera
La confianza y seguridad necesarias para contener y transformar estas situaciones la tengo que construir desde mi propia confianza y seguridad, desde estos buenos apoyos que me permitan acoger al que llega, y existir para los pequeños.
Puedo decir que un niño difícil despierta mis propias dificultades, y que será reajustándome emocionalmente cómo realmente podré acompañarlo, y, de este modo, darle soporte para se vaya construyendo, pueda sentir y elaborar desde su acción enfocada hacia una relación. Ello le irá permitiendo encontrar recursos para superar las trabas que vaya encontrando.
No es tarea fácil y nunca podremos aventurar los resultados, pero sí podremos intentar que la dificultad no se haga mayor.
Ricardo
Ricardo desde bebé nunca ha parado quieto. Su madre vino a trabajar aquí con él, y su padre y hermano mayor se quedaron en su país de origen. La crianza de Ricardo siempre ha sido difícil para su madre, se muestra desbordada y tan nerviosa como él. Nos cuenta que hasta darle un biberón era tarea difícil, no por falta de hambre sino por no estarse quieto ni en brazos.
Con dos años llegaba a la Sala de Psicomotricidad y desde el principio no podía parar, un movimiento expansivo, penetrando en todos los espacios a gran velocidad sin ver a los niños que se cruzaban en su camino. Era muy expresivo. Tenía gran capacidad de comprensión también. Hablaba explicándote todo, pero sin llegar a mirarte a los ojos. Podía pasarse horas con el adulto jugando a lanzar la pelota con el pie, pero su afán siempre era tirarla lo más fuerte y lejos posible, no tanto establecer un juego común. Con los iguales generaba mucha tensión pues les quitaba juegos, le costaba jugar con los demás aunque fuera éste su deseo, y sólo podía compartir algo desde el dominio absoluto.
Para la psicomotricista era un niño agotador que arrasaba con todo y con todos. Pero a la vez era un niño inteligente, y ésto le hacía pensar que sería capaz de tener otros comportamientos, pues entendía lo que se le pedía.
No era fácil pararle cuando estaba en la Sala, y ello a veces representaba un peligro para él y para los demás compañeros.
Fue a través del “juego de la croqueta” cómo pudieron empezar a establecer una nueva relación. Sobre una de las colchonetas duras que hacía una pequeña pendiente y estaba frente a un espejo, la psicomotricista le agarraba y le hacía rodar como una croqueta rebozándose de pan y harina. Era un movimiento fuerte. Ricardo podía sentir todo su cuerpo sobre la colchoneta y sentir la presión de las manos de la psicomotricista. Al principio eran movimientos rápidos pero poco a poco empezaron a ralentizarse. Otro niño se apuntó también al juego, y pudieron disfrutar rodando el uno sobre otro. La psicomotricista cuidaba que el juego no fuera a más.
Vivir este juego con placer junto a Ricardo fue transformador para la psicomotricista, a pesar de que al principio parecía más una manera de pararle desde la desesperación.
La primera vez que jugaron de este modo, al final de la sesión, Ricardo se agarró fuertemente a la psicomotricista. No se quería despegar de ella.
No fue mágico en el sentido de que el comportamiento de Ricardo no cambió de golpe, pero sí hubo un cambio en la relación entre él y la psicomotricista, una transformación mutua, el comienzo de otras miradas.
Ricardo había encontrado a alguien con quien sentirse, que le empezaba a dar estructura y contención a través de sus propias manifestaciones, del movimiento. La psicomotricista, por su lado, pudo transformar la agresividad que Ricardo le provocaba, favoreciendo un juego que supuso un cambio para ambos.
Detrás de la independencia de Ricardo, tan poco fusional, hay una carencia de buen apego. Es una dependencia basada en la oposición, y no será con “ternura”, con contención desde el cuerpo del adulto, como él va a construir su apego, pues rechaza la ternura y la contención. El apego lo creará a través de sentir su cuerpo, de generar esa unidad, que por alguna causa nunca ha podido vivir y que hace que Ricardo viva en una inquietud interna constante.
El grupo
Todo lo descrito sucede en una Sala, con un grupo de niños. Cuando hay una dificultad, el grupo entero la soporta. El grupo pasa a ser el tercer elemento involucrado.
Cuando digo que es una situación que soporta el grupo entero, quiero poner sobre la mesa la importancia, aún en niños tan pequeños, del sentimiento de grupo como soporte de las dificultades.
Un grupo sentido como tal es un recurso de ayuda en este tipo de situaciones.
Sé que durante los tres primeros años de vida, el niño no tiene capacidad de ponerse en el lugar del otro, que no se le puede exigir compartir, ni ser consciente de que forma parte de un grupo, pues esto es procesual. Primero el niño tiene que construirse un yo separado del otro.
Pero sí puedo acompañarle para ir haciendo el camino. Al igual que el niño reconoce los diferentes espacios, uno de ellos la Sala, también reconoce a los otros miembros del grupo, aunque no les nombre aún. Será la psicomotricista la que les nombre, la que traduzca lo que ocurre entre uno y otros, y la que les mostrará que las emociones nos unen a los demás, pues pese a las diferencias, todos sentimos miedo, ira, alegría, frustraciones, placer.
Sirva el siguiente caso para ilustrar estas palabras.
Jorge se sienta encima de Laura. Ella se queja. La psicomotricista traduce el malestar de Laura a Jorge mientras le coloca con cuidado a su lado. No hay un juicio, no está mal o bien, se reconoce el malestar de uno y se ayuda al otro. “Todos necesitamos un sitio, pero yo os hago sitio a cada uno de vosotros, aquí hay lugar para todos”.
Desde la mesa de salto, Juan empuja a Raymon. Éste se asusta y llora. La psicomotricista habla a Raymon de su susto y le hace ver-sentir, que está “entero”. A la vez ayuda a Juan, “tú puedes esperar, yo te ayudo, estaré cerca de ti para que no te ocurra otra vez, veo que necesitas que te acompañe”. Empujar a esta edad no es una mala acción, es un decir aquí estoy yo, quita que voy, no juzgamos la acción, recogemos el malestar de uno y contenemos al otro, comprendiendo que forma parte de su desarrollo y ayudando a transformarlo.
Alba y Saúl juegan a esconderse en un rulo, aparecen y desaparecen mientras ríen a carcajadas. Cuando considera que sus palabras no van a cortar la acción, la psicomotricista les explica lo bien que se lo pasan juntos. “El placer compartido entre iguales, participando o no. La psicomotricista provoca en ellos el sentimiento de unión. Y cuanto más profundos sean estos sentimientos de unión, más fácil es superar los conflictos que surgen en el grupo porque aparece una base de seguridad para afrontar las dificultades del día a día”.
Mari llega quejándose. Pide la mano a la psicomotricista y señala a Álvaro, insistiendo con sus gestos en la culpabilidad de Álvaro. La psicomotricista pregunta a Mari dónde tiene el daño. Reconoce su pena y su dolor sin dejar de estar pendiente de su malestar, ignora la necesidad de justicia de Mari, pero reconoce desde la calma el fastidio que le supone el otro niño. Álvaro se queda quieto con cara de asustado, la psicomotricista se acerca y reconoce el susto que tiene y la fuerza que puede llegar a tener, y que con su fuerza puede hacer daño a otro. Tenemos que estar cerca de él para ayudarle a que no vuelva a pasar, y ver todo lo que sí es capaz de hacer. Y así se repite tantas veces como sea necesario. De este modo, Mari se siente atendida en su malestar, y se calma desde el interior, no a través de un “regaño” a Álvaro.
“A estas edades los niños están descubriendo a los iguales, les reconocen en sus pesares, en sus dificultades, pero evitamos caer en que hay malos y buenos. No hacemos un juicio. Acompañamos a que aprendan a estar con el otro, sin permitir el daño, pero sin juzgar la pulsión que cada niño tiene que ir sacando, sintiendo, elaborando con nuestra ayuda, pues ellos aún son muy pequeños”.
De esta manera, todos los niños del grupo van sintiendo que son importantes, que son mirados y nombrados, que sus malestares y bienestares son reconocidos. Eso contribuye a generar, sesión tras sesión, un sentimiento de seguridad y confianza, no sólo con el adulto sino con el grupo. Ello nos permite contener los excesos cuando suceden. Y también permite que en ciertos grupos se contagie antes el bienestar que el malestar, ya que ambas sensaciones han sido identificadas como factores de evolución si no van acompañadas por un juicio de valor que divida a los niños en buenos o malos a ojos de la psicomotricista. Todos forman parte del momento en el que están compartiendo espacio, material y acciones.
Los incidentes de la vida diaria en grupo se ven de otra manera (y por tanto se responden de otra manera) si tratamos de comprender a cada uno de los niños, y evitamos juzgarles.
A modo de conclusión
Como he dicho desde el principio, no existe una respuesta única ni fija para tratar al niño en dificultad. Pero lo que sí sé es que la respuesta no está situada únicamente en el lado del niño.
Debo comprender que el niño me habla de una dificultad que está en su entorno, incluyéndome a mí en él. Y esta dificultad me genera una tensión corporal que debo acoger y transformar. También sé que, gracias a mi formación, tengo más recursos de los que creo, pero debo estar atenta a mis tensiones para no dejarme perturbar por ellas. A veces no es posible acoger las tensiones completamente, pero sí puedo sostenerlas para evitar que se hagan más grandes.
Mi forma de ver y comprender la dificultad pasa por mirarme a mí primero, para poder mirar al niño después, y que éste se sienta tratado desde la comprensión y no desde el juicio, tampoco desde lo que desencadena sino desde lo que él puede estar sintiendo en ese momento.
Ello implica mucha reflexión sobre las dificultades que muestra cada niño en la Sala.
Entonces, ¿desde dónde puedo actuar?
La respuesta es que puedo actuar no solo desde la dinámica de la Sala sino también desde mi propia dinámica de relación con él, y, por supuesto, desde la potencialidad que supone trabajar con un grupo, el cual también está en construcción.
VOLVER ARRIBA
|
Articulos relacionados
¿Se asegura, o se reasegura?
·· por Eva Torres Belinchón ·· Artículo publicado en la revista Cuadernos de psicomotricidad, Nº. 56 (Junio), 2019, págs. 16-20. Qu...
|
"... y nunca vienen al cuento"
·· por Eva Torres Belinchón ·· Publicado en la revista de las XIII JORNADAS DE PRÁCTICA PSICOMOTRIZ, ¿Niñas y niños difíciles? ...
|
Ayúdame a ponerme de pie. El acceso a la verticalidad como símbolo de maduración: dos casos clínicos
·· por Mª Ángeles Cremades Canciller ·· Artículo publicado en Indivisa: Boletín de ...
|